Crítica de: Los abrazos rotos

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La fragilidad de un abrazo compartido


Cada vez que nos encontramos ante un nuevo estreno de nuestro cineasta más importante (tras Buñuel), es indudable que se crea un alto grado de expectación, y también de responsabilidad por parte del director manchego. Cada vez también con más asiduidad, el resultado colma cualquier expectativa creada, y en la ocasión que nos ocupa sucede exáctamente lo mismo.

Y sucede lo mismo, porque nos encontramos ante una obra que contiene todos los elementos necesarios para catalogarla de -casi- redonda.
Sin renunciar –en ningún momento, y por fortuna- a su particular estilo y con un alto grado de madurez y personalidad, el genial director Pedro Almodóvar vuelve a construir una historia de pasiones encontradas, de emociones ininterrumpidas y etéreas nostalgias, que en esta ocasión se presentan en forma de abrazos que no terminan de fundirse, en abrazos rotos.
Este tipo de abrazos es uno de los símbolos utilizados para expresar ese sentimiento de fatalidad. Pero es sobre todo el significado doble, entendido como duplicación el valor más potente que rodea todo el film. Ya desde los créditos podemos observar como la cámara de Almodóvar observa primero a los dobles de luces de Penélope Cruz y Lluis Homar, y posteriormente a estos mismos concentrados antes de rodar una importante escena. Es una oportunidad única de captar lo que jamás se debiera ver. Un voayerismo supremo que nutre un ansia del director; su fascinación por observar sin ser visto y captar la esencia de miradas y silencios. La mencionada duplicación también la encontramos en el mismo protagonista , que tras una terrible tragedia, decide cambiarse el nombre y por ende al anterior director de cine Mateo y convertirse en el nuevo guionista Harry. También hay finalmente, doble perspectiva en la misma Lena (Penélope Cruz), tanto en su vida privada con sus dos relaciones claramente diferenciadas, como con su personaje en la película que está rodando. Duplicidad, desdoblamiento, duplicado. Diferentes conceptos para expresar una diáfana idea: la doble vertiente entre ficción y realidad. Dos conceptos que Almodóvar termina por dominar casi con insultante suficiencia. Un juego de sombras sobre el que trabajar con dos sentidos opuestos de un mismo escenario.

Si hay una cualidad en la que Pedro Almodóvar destaca por encima de casi todos los cineastas, es en la dirección de actores. Y son Penélope Cruz y Lluis Homar los que más y mejor han salido beneficiados en este sentido. Penélope se nos presenta espléndida. El director ha sabido sacar lo mejor y más brillante tanto en su labor de interpretación donde vuelve a estar a gran altura, como sobre todo estéticamente donde hay planos tan sensacionales que a uno le vienen a la mente las maravillosas Audrey Hepburn, Ingrid Bergman, Sofía Loren o Shirley Mac Laine donde explosión visual, ingenua belleza y capacidad de seducción ante la cámara son fuego y pureza a partes iguales. Por otro lado en Lluis Homar encontramos su lado más seductor y atractivo en una notable interpretación tanto de galán con escrúpulos como de resuelto ciego canalla. Un trabajo crucial para entender el devenir de una historia que se nos presenta compleja en algunos tramos y contundente en momentos finales.

Si bien es cierto que la breve inclusión de actrices archi conocidas de su cine como Rossy de Palma o Chus Lampreave, o el desarrollo de una película dentro de la película que resulta ser una libre adaptación de “Mujeres al borde de un ataque de nervios”, pudiera interpretarse como un auto homenaje a su cine, principalmente el de los años ochenta, más bien se entiende como un guiño nostálgico hacia ese mismo cine. Un deseo de volver una agradecida mirada a aquel mundo en el que Almodóvar se movía como pez en el agua y que tantas satisfacciones le otorgó. Un discreto gesto, que culmina con divertido monólogo de la siempre espontánea Carmen Machi y que todo en conjunto supone, eso sí, un homenaje a todas las actrices que formaron parte de aquella época y que adquirieron el ya de por sí significativo nombre de “chicas Almodóvar”.

La película se mueve en el -muy cómodo para el cineasta- género “noir” que ya tocase en “Carne trémula” y “La mala educación”, siempre sin abandonar los inconfundibles toques pop-art tanto estéticos como morales, y miradas cargadas de matices “warholianos” y un thriller tratado con el respeto y el tacto suficiente para dotar a la historia de un dinamismo y emoción que no pierde fuelle en ninguno de los momentos del metraje. Todo ello acondicionado con una sucesión de magistrales tomas, secuencias y escenas a caballo entre lo urbano y la naturaleza de Lanzarote, y que alcanzan su momento más espléndido con dos en concreto. La primera en la que Penélope se auto dobla a sí misma en una escena de elevada carga moral y psicológica y que supone un punto y seguido en el desarrollo de la historia. Y una segunda donde nos encontramos una escenificación de la siempre imposible tarea de atrapar el tiempo perdido. Sostenerlo en las manos como Mateo intenta a través de una pantalla de televisión donde fotograma a fotograma se presencia lentamente lo que quiso ser un beso eterno. Un beso roto.

Nos hallamos ante una verdadera y abierta declaración de amor al cine en general, y al neorrealismo italiano en particular, en su personalísima visión de entender éste y de comprender el mundo actual que le rodea y al que le añade sutiles matices de obligado reconocimiento. Todo un ejemplo de valentía y pureza narrativa. Un nuevo acierto del que a día de hoy, es el director más importante de nuestro cine.


sergio_roma00@yahoo.es



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